Por Tomás Eloy Martínez Para LA NACION
En mayo de 1997, cuando Garry Kasparov perdió en Nueva York su batalla contra la computadora Deep Blue, los ajedrecistas del mundo entero supieron que no sólo la imaginación humana había mordido el polvo contra una máquina sin piedad ni sentimientos. También regresaba la idea, vieja como el mundo, de que la especie acabaría sucumbiendo ante las armas que ella había creado. Las mismas manos que habían encendido el fuego sagrado iban a apagarlo.
En los orígenes, el ajedrez simbolizaba la guerra, el poder, el ascenso del alma hacia la serenidad de los dioses. Cuando se inventó en la India o en China, hace por lo menos quince siglos, los tableros representaban praderas y reinos, valles de sangre, ríos infranqueables y murallas de fuego. Los árabes lo llevaron, ya libre de imágenes, a Sicilia y a España, donde el abate Ruy López publicó en 1561 un tratado célebre, que todavía se usa.
Ahora el ajedrez ha regresado a España, pero los frutos que ofrece son menos solemnes y más patéticos que en sus días de gloria. Hace pocas semanas le oí contar a Joaquín Estefanía, director de la escuela de periodismo del diario El País, que algunos de los grandes maestros del oriente europeo, junto a otros de América latina, deambulaban como mendigos por las aldeas y ciudades de su país, disputándose la carroña de las malas pagas y viajando sin boleto en los trenes nocturnos, escondidos en los baños.
Me dijo que la historia había sido publicada por Daniel Borasteros, uno de los ex alumnos de su escuela, con verdades tan dolorosas que más valía no creerlas. Le hice prometer que me la enviaría y, cuando al fin la leí, supe que el ajedrez había tocado un fondo aún más aciago que el de la derrota de Kasparov contra Deep Blue. Perder contra una máquina es ya desconcertante; perder contra la propia dignidad es perderse a uno mismo.
Cuando yo era chico, nadie soñaba en ganarles a los maestros de Europa del Este, que dedicaban de ocho a diez horas diarias al estudio del ajedrez, pagados por el Estado o por filántropos de la ciencia. Como los campeonatos mundiales se dirimían siempre entre los soviéticos, el premio al vencedor rara vez superaba los dos mil quinientos dólares. Esa es la suma que Boris Spassky le ganó a Tigran Petrosian en 1969
No se jugaba por dinero, sino por orgullo. Recuerdo que el polaco Miguel Najdorf, a quien la guerra dejó varado en Buenos Aires, se enfrentó en 1940, gratis, a 45 adversarios. Con los ojos vendados, dio una demostración impresionante de memoria y destreza al ganar 39 de esas partidas, empatar cuatro y perder dos.
Jugar partidas simultáneas es una proeza de la inteligencia. Hacerlo a ciegas es un acto de magia que no parece de este mundo. Cierta vez, en la adolescencia, me atreví a competir con el gran maestro Carlos E. Guimard, que me despachó, de espaldas al tablero, en menos de quince jugadas. Por pura tenacidad, me anoté en una de sus exhibiciones contra veinticinco adversarios a la vez, cuando estaba de paso por Tucumán. Yo era un jugador mediocre -o menos que eso- y desde la apertura advertí que a Guimard le bastaba uno solo de sus cinco sentidos para ganarme. También él debió de sentir lo mismo, porque se confió. A las trece jugadas cometió un error grave que le hizo perder la dama y que casi le costó la partida. Cuando se vio perdido, me asestó los mejores dardos de su estrategia. Yo me envanecí, me equivoqué una vez y otra, y pronto me vi obligado a concederle un empate imposible. Esa noche, a los quince años, aprendí cuánto se parece el ajedrez a la vida.
Por paradójico que parezca, la vida siempre crea desconciertos en los ajedrecistas. Bobby Fischer, quizás el mayor genio de todos los tiempos, estuvo semanas en el aeropuerto de Tokio, con la amenaza de ser deportado a su país, los Estados Unidos, por evadir impuestos. Al fin le dieron cobijo en Islandia, donde se le ha perdido el rastro.
Borasteros cuenta que Davor Kolmjenovic, uno de los maestros croatas anclados en España, vive como un salvaje, alimentándose del pan que le sirven durante las partidas y que guarda en servilletas de papel. Como muchos de sus colegas, juega unos cincuenta torneos al año por premios que van de los veinte a los mil euros, y de los que sale a veces con los bolsillos vacíos
En algún momento de marzo pasado, el maestro argentino Luis María Campos -que acababa de conseguir permiso de residencia en España- y el catalán Juan Mellado abandonaron un torneo por la puerta trasera y se encaminaron al cuartel de la Guardia Civil para denunciar a seis compañeros que estaban compitiendo sin papeles. De ese modo, ampliaron sus posibilidades de ganar veinte, treinta o sesenta euros.
"Nos hemos vuelto miserables", le dijo a Borasteros un maestro de Azerbaiján llamado Azer Mirzoev, que a veces recorre dos mil kilómetros en un día para regresar a su casa, porque no tiene dinero para hoteles. Cuando el hambre aprieta, la solidaridad se torna imprescindible. Pactan el resultado de las partidas y se dividen el dinero de los premios. No siempre, sin embargo, se ponen de acuerdo. A comienzos de 2005, el argentino Gabriel del Río ofreció a uno de sus adversarios repartir los 120 euros que concedían al ganador. Tuvo la suerte de que el otro no aceptara, porque al final quedó primero.
Casi todos llegaron a España contando grandezas que quizá no sean ciertas. Kolmjenovic logró inscribirse en varios torneos pregonando que había derrotado al búlgaro Veselin Topalov, que es el tercer jugador del mundo. Si eso sucedió de veras, debió de ser por una distracción como la de Carlos E. Guimard en la partida simultánea que jugó conmigo.
La fuerza de los ajedrecistas se mide mes a mes por un sistema de puntos irrefutable, según el cual Garry Kasparov -el mejor situado- tiene 2812 y Kolmjenovic sólo 2440, unos trescientos lugares más atrás. En la lista hay sólo tres latinoamericanos: dos de Cuba, Lázaro Bruzón, en la cuadragésima tercera posición con 2662 puntos; Lenier Domínguez, número 64, con 2639, y el argentino Rubén Felgaer, en el puesto 94, con 2618.
Tanto Lenin como Stalin veneraban el ajedrez, pero la Unión Soviética deparó más bien campeones tenaces que jugaban con la exactitud del sistema solar. Los genios surgieron en otras partes. El cubano José Raúl Capablanca, joven prodigio de los años 20, ni siquiera estudiaba. Las jugadas triunfales brotaban de su imaginación con naturalidad, como si respirara. Alexander Alekhine, el aristócrata y emigrado ruso que lo venció, perdió sólo una vez el campeonato del mundo por asistir borracho a las partidas. Después, Bobby Fischer convirtió el ajedrez en un espectáculo por el que se pagaban millones de dólares, hasta que desapareció de la escena, víctima de su mal carácter, y terminó viviendo con desaliño y extravagancia, como Howard Hughes.
Hace apenas una décadas, los aficionados asistían con pasión a los torneos y discutían a la distancia las jugadas de los grandes maestros, que se reproducían en pantallas gigantes. Ahora, la mayoría prefiere probar su inteligencia ante programas de computación que cuestan quince dólares y que ofrecen millones de combinaciones matemáticas para responder a cada jugada. Los chinos creían que el ajedrez reproducía en un pequeño tablero todas las figuras del cielo, las del pasado y las que vendrían. Esa visión, sin duda verdadera, contiene la imagen invencible de Deep Blue y de los robots que serán campeones perpetuos, así como las imágenes menesterosas de los pobres maestros que vagan por España de pueblo en pueblo, trocando sus saberes por mendrugos.
Por Tomás Eloy Martínez Para LA NACION
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